«A mí me hicieron estudiar pero tal vez esto haya sido un error». Josep Pla, poseedor de los ojos más incisivos y la pluma más precisa de todo el siglo XX en nuestro país, renegó públicamente de su inteligencia y estatus para reducirse a sí mismo a «un payés que escribe». No sabemos hasta qué punto se llegó a creer su personaje, pero el anhelo de eliminar toda responsabilidad de su vida fue indudable.
El atormentado León Tolstói abandonó su título de conde para ponerse a labrar con sus campesinos, que no daban crédito a lo que veían. Estaba convencido de que la gente sencilla era la que tenía el alma más pura y sintetizaba la auténtica esencia del pueblo ruso. La renuncia a sus pertenencias materiales e incluso las intelectuales le provocó innumerables enfrentamientos con su esposa, quien deseaba principalmente evitar la autodestrucción de su marido. Tolstói, incapaz de soportar la inevitable contradicción entre su ética y su posición personal, acabó huyendo de casa, ya anciano, y en la estación de tren de Astápovo la muerte le liberó de su sufrimiento.
Los padres de Michel de Montaigne decidieron educarle en latín y griego antes de darle a conocer el francés. Pensaban que leyendo los clásicos en su idioma original absorbería toda su esencia y se volvería más inteligente. No iban desencaminados. Esta prodigiosa mente acabó trabajando como administrador público y más tarde se le ofreció un puesto en la corte de Enrique IV, la cual rechazó. El peso de la responsabilidad era demasiado elevado. Montaigne se encerró en su torre de marfil —torre literal, marfil simbólico— para dedicarse a la lectura, reflexión, y escritura de los Ensayos que le hicieron inmortal.
A diferencia de Montaigne o Tolstói, Johann Wolfgang von Goethe sí aprovechó cada oportunidad para cosechar fama o dinero, llegando a extremos ridículos para ejercer su influencia. Pero, igual que ellos, cuando la presión a su alrededor se volvía insostenible, agarraba su caballo bajo la oscuridad de las noches sin luna, y arropado por la neblina de los bosques de Turingia, emprendía un viaje que le acabaría llevando a Italia, Suiza o Francia.
La lectura de biografías de personajes ilustres, independientemente de sus diferencias en posición, espacio y tiempo, arroja una constante universal: los grandes hombres ambicionan, triunfan, y en algún momento de sus vidas experimentan una revelación. Y esta revelación, sin excepción, es que la verdadera riqueza, la cumbre del estatus social, es la vida tranquila y «auténtica».
Parece ridículo pensar que aristócratas, burgueses adinerados, filósofos y mentes increíblemente preclaras consideren que sus vidas son menos dichosas que la de un agricultor que trabaja de sol a sol, pero así es. El supuesto es aún más extravagante cuando comparamos nuestras vidas con las de hace dos siglos. En una época sin móviles ni internet, donde las noticias circulan a la velocidad de un caballo al galope y la mayoría de días no sucede absolutamente nada fuera de la rutina, ¿qué nivel de estrés podían sufrir, comparado con el que padecemos nosotros?
Montaigne hubiera reído a carcajada limpia de haber podido comparar los retos de su posición como alcalde de Burdeos en 1581 con los de su homólogo actual. Las guerras de religión rompieron su voluntad, pero si hubiera podido charlar con el Mariscal Joffre y éste le hubiera explicado las vicisitudes de movilizar a millones de franceses durante la Primera Guerra Mundial, quizá se lo habría tomado de otra manera. Pero la mente humana sólo puede operar con aquello que conoce, y es erróneo juzgar al pasado según los parámetros del presente.
Y es que en una época sin alfabetización universal y con una medicina casi chamánica, cuando la gente tenía trece hijos y morían cinco, la guerra era constante y la miseria estaba a la vuelta de la esquina; en ese mundo tan diferente, uno se pregunta qué absurda y errónea visión romántica podían haberse formado de lo que representaba la vida en el campo.
Lo que buscaban en realidad estos personajes universales, la solución que ofrece la filosofía y la religión, no es el arado y la pala, sino la supresión del deseo mediante la cercanía a la naturaleza. Porque, ¿a dónde escapa un payés para relajarse?
La paradójica ironía es que estos hombres se inmortalizaron no por su humildad sino por su ambición. Su desdicha fue una necesaria consecuencia de su dicha. Si uno se permite pausas en el camino hacia la cumbre nunca pasa a la historia, pero una vez en la cumbre sólo se puede ir hacia abajo, sólo se desea volver a la tierra, a la esencia. No podrá ser de otra manera mientras el mundo sea mundo.
Todos los hombres felices se parecen unos a otros, pero cada hombre infeliz lo es a su manera, porque la forma de ser feliz es única: la supresión de la ambición; pero la infelicidad es un tormento del alma, porque cada alma ambiciona cosas diferentes.
La reflexión que haces es muy cierta, pero siempre he pensado que escondía un poco de hipocresía. La gente que consigue el éxito ya ha cubierto una parte esencial de la naturaleza humana: el estatus social.
Es políticamente incorrecto hablar del estatus, pero creo que es una necesidad vital en humanos equiparable a comer. Como animales sociales que somos el estatus nos abre las puertas a todo. ¡Hasta nos hace vivir más!
Un campesino puede tener la vida más sosegada y cerca de la naturaleza, pero no tiene estatus. Me parece un poco trampa desear esta vida cuando ya has conseguido el reconocimiento socIal.